Alentada por su adaptación al cine y por ser uno de esos relatos sobre casas encantadas que tanto me gustan (y un éxito de ventas) me decidí a leer ‘La mujer de negro’ (The Woman in Black, 1983), de Susan Hill. Tenía todos los alicientes de las novelas victorianas que, aunque sean un remedo de ‘Drácula’, siempre consiguen persuadirme. A saber: Arthur Ripp, un joven procurador —como Jonathan Harker—, debe cumplir un encargo que le ayudará a prosperar en el trabajo: resolver el papeleo de la señora Drablow tras su fallecimiento, desplazándose a una extraña casa rodeada de marismas (el castillo del conde), a la que nadie quiere acercarse debido a una serie de fantasmagóricas apariciones.
A diferencia de la película que, aunque tampoco es una excelencia del género consigue engancharnos, la novela logra una sucesión continua de bostezos durante la primera mitad del libro. Os lo digo de verdad: hacía tiempo que no leía algo de arranque tan soporífero. La familia del protagonista se reúne a contar historias de fantasmas (como en tantos relatos góticos), pero Arthur se muestra cariacontecido y sudoroso, y deja plantados a sus parientes para salir a tomar aire fresco. A partir de este momento, y durante más de cincuenta páginas, sabemos que el pobre lo ha pasado fatal, tan mal que quiere llevarnos con él a la tumba de aburrimiento, dando vueltas una y otra vez sobre «algo que sucedió», tan terrorífico que no puede hablar de ello.