Esta semana, en la que me ha atacado con fuerza salvaje la fiebre del heno, he releído ‘Drácula’, uno de mis libros favoritos y una de esas novelas perfectas, tanto a nivel de historia como de estructura, que te enganchan desde la primera frase y no te sueltan hasta llegar a la última página. Mientras con una mano me limpiaba la nariz, con la otra transportaba mi Kindle a cualquier parte de la casa, inmersa en la narración. Me hacía una tostada y leía. Me sonaba y leía. Veía la cocina hecha un desastre y seguía leyendo, olvidándome de mis obligaciones y, en general, de mi vida.
Esto raras veces ocurre. Pero sí con ‘Drácula’, uno de esos libros que no decaen en ningún momento y que consiguen sumergirnos en el mundo que el autor ha creado sin dejarnos respirar. Aunque la novela está llena de escenas emocionantes, mi parte preferida es la estancia de Jonathan Harker en el castillo del conde, un fragmento que consigue llevar la tensión y el suspense hacia cotas de horror inenarrables, y erigirse, por sí mismo, en una de las piezas más apasionantes de la literatura universal. No por nada este fragmento ha inspirado mil y una películas, y ha contribuido a que, cuando pensemos en vampiros, los asociemos con un castillo ruinoso sobre un monte escarpado, iluminado por la luna llena y con una música siniestra de lobos alrededor.
Pero ‘Drácula’ es mucho más que Jonathan Harker en el castillo, aunque esta sea la parte más famosa. Es una novela repleta de escenas memorables, donde los sucesos del castillo solo son un preliminar de todos los horrores que vendrán a continuación: el viaje del barco ‘Deméter’, donde viaja Drácula hacia Londres, la vampirización de Lucy, la temible historia de Renfield, las teorías de Van Helsing y la caza final del vampiro, configuran una de las mejores novelas de todos los tiempos, que aguanta sin perder un ápice de emoción posteriores relecturas.
La mente al desnudo
Uno de los grandes aciertos del libro es estar escrito en primera persona, intercalando cartas y diarios que se complementan entre sí de manera extraordinaria con artículos periodísticos y albaranes. Gracias al punto de vista, el autor es capaz de dar a conocer con gran dramatismo los pensamientos ocultos de sus protagonistas, sus deseos, miedos y pasiones, haciéndonos avanzar con ellos, día tras día, en una carrera donde cada detalle, cada escena, se acumula para descubrir una verdad terrorífica que los protagonistas deben asumir como cierta, aunque contradiga sus creencias racionales.
A través de los diarios de Harker y, posteriormente, de Mina, Lucy y el doctor Seward (que plasman las conversaciones y encuentros con los demás personajes), y de cartas entrecruzadas, se crean las diferentes tramas que poco a poco confluyen en la formación de un grupo unido que toma conciencia de lo que está sucediendo, rechaza los prejuicios de la razón y entiende, por fin, el peligro que les cerca. En este sentido, ‘Drácula’ es una historia arquetípica, sin matices de gris, donde el mal en estado puro se enfrenta al bien. No tiene la dualidad moral que ofrece, por ejemplo, la película de Coppola, donde Mina Murray, un ejemplo de lealtad y de amor abnegado hacia su marido, convierte al pobre Harker en un cornudo.
A contrarreloj y sin pausa
Pero si hay algo en esta novela que contribuye a la tensión, acrecentando la sensación de peligro, es la necesidad de luchar a contrarreloj contra el monstruo. Esta espada de Damocles que pende sobre los personajes se manifiesta desde la primera parte y se emplea de manera continua durante el relato: las cartas que Jonathan escribe a Mina y a su jefe marcan su estancia en el castillo —el tiempo que le queda de vida—. La lucha por la vida de Lucy que cada vez se va debilitando más, sin que sirva de nada lo que hacen por ella. Y, finalmente, la inexorable caza a del vampiro, para evitar que Mina, que ha bebido la sangre de Drácula, se convierta en nosferatu.
A esta estrategia narrativa se suma el obstáculo que supone la inteligencia de Drácula —en vida un estadista que rigió países— y que, en su condición de vampiro, tiene poderes que lo hacen casi invencible: capacidad de transformarse en animales, en niebla, de dirigir los elementos, hipnosis, etc. Un antagonista casi indestructible que, sin embargo, deberá oponerse a una fuerza más poderosa todavía: la del amor de un grupo de hombres y una mujer excepcional —Mina Murray es, junto con Van Helsing, el personaje más inteligente de la novela, algo muy destacable en la época en la que está escrito el libro—, que deben combatir por el bien más preciado: el alma humana.
Sexo y represión
Otro de los aspectos que hacen tan fascinante la lectura de ‘Drácula’ es la sensualidad mórbida que desprenden sus páginas, y que Stoker recogería de ‘Carmilla’, el relato de Le Fanu, donde, bajo la lucha «amorosa» que se establece entre vampiro y vampirizado, subyacen alusiones a despertares sexuales y sentimientos homosexuales reprimidos. En el mito del vampiro existe una carga sexual evidente que, en nuestros tiempos, ha sido explotada hasta la extenuación, y que, en su día, hizo que la novela fuese considerada sensacionalista, alejándola de los círculos «de calidad».
Que los vampiros son voluptuosos y sus besos tienen una fuerza atrayente, malsana e irresistible lo sabemos todos. Pero en la época victoriana, la escena de Jonathan Harker y las tres vampiras del castillo tuvo que causar un efecto arrollador. Harker, que todavía no se ha casado con Mina, reconoce el deseo que las vampiras le provocan, aunque se avergüenza por escrito por si, alguna vez, Mina leyera el diario. También es profundamente sensual el primer encuentro de Drácula con Lucy, sonámbula y medio desnuda en el cementerio. O las frases que Lucy, una vez vampirizada, dirige a los hombres para seducirlos y saciar su sed (“Ven a mí, Arthur”).
Todos estos elementos que hacen tan atractiva la historia hubieran podido quedar en nada si Stoker no fuera un gran escritor. Para nuestra suerte, su habilidad radica no solo en su capacidad para crear una atmósfera de tensión, que se convierte en una escalada permanente, sino para centrarse en la acción sin perderse en descripciones inútiles y recurrir al diálogo para agilizar la narración. Por todas estas razones, ‘Drácula’ es un libro excepcional, recomendable no solo para los amantes del género sino para todos aquellos lectores que amen la buena literatura.
Yo, la verdad, antes era muy aficionada a estos temas. Hasta hace cuatro años, que fue cuando cierto acontecimiento largo de explicar, me descubrió que los vampiros realmente existen.
Varían un tanto de los de Le Fanu y Stoker. Los peores son los de 8 años. Son como niños humanos de esa edad pero viven generalmente anclados en nuestro equivalente a, más o menos, 1914.
La que más sufro es Ludmila von Vampüren, ya que, cual si yo fuera una Renfield cualquiera, me obliga a ejercer de admiradora y biógrafa suya (aparte de darle la merienda casi todas las tardes. Lo cual tiene gracia, porque la nena es de las mejores familias vampíricas de Transilvania y vive a todo trapo en un castillo de ensueño).
En fin, estos comentarios me ayudan y me sirven de terapia, pero os recomiendo que sigáis su blog -ella, Ludmila, dice bloc, porque tiene algo de dislexia- «El blog de Ludmila von Vampüren». Ahí os enteraréis mejor del trance por el que estoy pasando y porque ya no me interesa la Literatura sobre vampiros…
¡Qué miedo! 😀
Yo lo leí en mi adolescencia, después de ver la peli de Coppola, y me encantó. El mito de Drácula me parece de los más interesantes (no en vano, ha dado lugar a todo un universo que hoy en día sigue atrayendo tanto como antes). Ahora me has dado ganas de volver a leerlo; estoy segura de que me gustará incluso más que en su momento.
Hola Noemí! Creo que sin duda sería así, y que la disfrutarías más que en tu adolescencia, porque podrías apreciar mejor su calidad. Aunque te digo una cosa: los libros que me gustaron mucho cuando tenía 16 años no me han defraudado (casi ninguno) cuando los he vuelto a releer de mayor. Drácula es uno de ellos. Te animo a que lo empieces, porque no vas a poder parar. ¡Gracias por el comment!