Esta semana, en la que me ha atacado con fuerza salvaje la fiebre del heno, he releído ‘Drácula’, uno de mis libros favoritos y una de esas novelas perfectas, tanto a nivel de historia como de estructura, que te enganchan desde la primera frase y no te sueltan hasta llegar a la última página. Mientras con una mano me limpiaba la nariz, con la otra transportaba mi Kindle a cualquier parte de la casa, inmersa en la narración. Me hacía una tostada y leía. Me sonaba y leía. Veía la cocina hecha un desastre y seguía leyendo, olvidándome de mis obligaciones y, en general, de mi vida.
Esto raras veces ocurre. Pero sí con ‘Drácula’, uno de esos libros que no decaen en ningún momento y que consiguen sumergirnos en el mundo que el autor ha creado sin dejarnos respirar. Aunque la novela está llena de escenas emocionantes, mi parte preferida es la estancia de Jonathan Harker en el castillo del conde, un fragmento que consigue llevar la tensión y el suspense hacia cotas de horror inenarrables, y erigirse, por sí mismo, en una de las piezas más apasionantes de la literatura universal. No por nada este fragmento ha inspirado mil y una películas, y ha contribuido a que, cuando pensemos en vampiros, los asociemos con un castillo ruinoso sobre un monte escarpado, iluminado por la luna llena y con una música siniestra de lobos alrededor.