Releer a Poe me ha hecho pensar que, quizás, las lecturas que más nos influyen cuando somos niños son las que conectan, en cierta manera, con nuestra forma de ser. En mi caso, no sé de dónde procede este gusto por las casas viejas y misteriosas, de estructuras laberínticas, cuyos muros guardan las historias de todos los que las habitaron y ya no están. Mi padre también tenía una especial predisposición hacia los lugares abandonados, románticos y encantados, así que supongo que sus gustos influyeron en mi personalidad, y que las lecturas posteriores perfilaron, todavía más, mi identidad. Lo cierto es que estas obsesiones siguen ahí, y cada vez que escribo, quiera o no, salen a la luz recordándome la niña que fui.
Esta semana me he percatado de que, sumados a mis propios recuerdos sobre la vieja casa de mis abuelos, muchas de las imágenes de las casas que me obsesionan (y con las que sueño de manera recurrente) tienen una base en las creaciones del maestro americano. En William Wilson he hallado la misma sensación de atracción y temor que me inspiraba la casa de mis abuelos cuando la visitaba en vacaciones. Dice Poe:
“¡Aquella casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! ¡Y para mí, qué palacio de encantamiento! Sus vueltas y revueltas no tenían fin, ni tampoco sus incomprensibles subdivisiones. En un momento dado era difícil saber en qué piso se estaba. Entre un cuarto y otro había siempre tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Las alas laterales, además, eran innumerables —inconcebibles—, y volvían sobre sí mismas de tal manera que nuestras ideas más precisas con respecto a aquella casa no diferían mucho de las que abrigábamos sobre el infinito”.
En La caída de la casa Usher, además de hallar los mismos elementos que en la escuela de William Wilson (un lugar laberíntico en el que es fácil perderse), un adulto con una imaginación hiperexcitada —similar a la del niño que vive a medio camino entre la fantasía y la realidad—, percibe en el lugar una atmósfera malsana, de origen desconocido, que el protagonista no sabe si atribuir a su capacidad de sugestión. Esta sensación era la misma que tenía en casa de mis abuelos, sobre todo cuando me obligaban a ir al segundo piso, deshabitado pero perfectamente amueblado, donde algo parecía acechar entre las sombras.
“Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo”.
Agazapado en un rincón
La casa de mis abuelos, abandonada en la actualidad aunque todavía en pie, tiene una estructura poco convencional. Las habitaciones están adosadas una junta a la otra, sin pasillo para acceder a ellas, de tal forma que para llegar a la última habitación debes pasar por todas. El mobiliario antiguo, los tapetes de ganchillo en las mesas y brazos de los sillones, los cuadros oscuros de santos y de curas, eran para mí fuente de terror y absoluta fascinación.
Si mi madre o algún familiar me enviaba a buscar alguna cosa al piso superior, al que se accedía a través de la habitación de mis abuelos —abriendo una puerta oscura que llevaba a unas escaleras de piedra—, contenía la respiración y emprendía la marcha con la misma sensación de temor y atracción del explorador que penetra en las pirámides o en las catacumbas. Al llegar al piso de arriba miraba, a través de las puertas entreabiertas, la última habitación, y entonces echaba a correr, sintiendo que, en cualquier momento, algo agazapado en un rincón (fantasma) saltaría sobre mí para atraparme.
Estas imágenes, que forman parte de mi subconsciente, están íntimamente ligadas a mis textos. De hecho, en mi próxima novela hay una casa muy particular que, desde hace tiempo, pugna por salir a la superficie. No tengo nada que hacer. Mis obsesiones dictan mis creaciones, así que no puedo más que abandonarme a ellas y dejarlas crecer. Mientras tanto, seguiré leyendo a Poe para redescubrir con fascinación infantil de dónde provienen las imágenes que guardo en mi interior y que, en numerosas ocasiones, vuelven a mí en sueños.